Esta es la historia de María y Manuel
Escrito por: Nicolás Ore.

Esta no es una historia de amor. Ni de desamor. Es una historia de amor que se transformó en un desamor. De un amor que vive un duelo. De un duelo que aún no se vive.
Esta es la historia de María y Manuel. Esta historia ya se terminó, aunque parece eterna. Como esa noche en que se dijeron te amo por primera vez. 15 años antes, 15 años después. Dos primeras veces, que parecen una. Como dicen, siempre hay una primera vez para todo. Pero a veces esa primera es la última y ya no hay más.
Esta es la historia de como María y Manuel. Manuel y María. Se perdieron para siempre. O al menos por ahora.
La última vez que se vieron no es la vez que Manuel quiere recordar. Prefiere un recuerdo más agridulce. Entre besos y llanto desconsolado. La despedida que después tuvo otra despedida. Pero esta despedida era la definitiva. Era hora de embarcar. Manuel no quería, pero sabía que era lo que tenía que hacer. María sabía que no iba a volver a ver a Manuel. Al menos, a ese Manuel al que le dijo te amo dos veces por primera vez.
Esta historia terminó, pero siempre va a vivir de alguna forma. Entre recuerdos y marcas en la piel. En el alma. O en los fantasmas que se comen a mordiscos la casa por las noches. Manuel ya no vive solo. Vive con esos fantasmas todos los días. Él dice que es ansiedad lo que tiene. Pero lo que tiene es miedo. Un miedo irrefrenable al duelo. A ese duelo que nunca hizo. Que nunca quiso hacer. Porque quería recordarla en carne propia. Quería recordarla a los besos debajo de las sábanas. O en ese beso acompañado de un te amo en medio de la noche. O en las tostadas francesas y los gnocchis hechos en casa. En esas caminatas para buscar a su hijo en el jardín que estaba a dos cuadras de la casa. En las escapadas a la playa.
Quería recordarla viva. No como una relación muerta.
Quería verla sonreír frente al sol en una foto. O en la playa del lago Villarrica, tomando helado y paseando al perro. Usando su chaqueta y su gorro. Usando sus poleras y sus camisas. Usando cada momento para buscar una sonrisa. El uno en el otro. O tratando de sacarse carcajadas de vez en cuando. Mirándose a los ojos radiantes. Los que te dicen cosas que no dices en voz alta.
Cuantas carcajadas hay en la plenitud. Tantas que cuando se termina, las carcajadas pierden tres o cuatro decibeles de volumen. Se pierden entre el dolor de pecho y las canciones que recuerdan uno que otro momento. Se pierden en las letras de Chayanne. En una canción de los Arctic Monkeys. Se desvanecen en el sofá que rompieron haciendo el amor. Se diluyen como el agua del río Trancura. A kilómetros por hora. Se vuelven borrosas, como cuando sales a la calle de noche sin lentes y sin ganas de mirar nada.
Nada es para siempre, es lo que dicen. Para Manuel, lo mismo de siempre es más de lo mismo. Los dolores de cabeza y los terrores de la noche. Los insomnios y las copas de vino que se reproducen.
Para María, no sabemos. Porque María no escribe esta historia. Aunque debería escribir, aunque sea un párrafo. Pero es poco probable que tenga palabras para añadirle a una historia que ya no es la de ella.
Esta historia se escribió sola. Se escribió en la arena de Algarrobo 15 años antes y 15 años después. Es que la historia entre María y Manuel tiene dos capítulos importantes, con 15 años de diferencia.
Cuando chicos, como dice Manuel. Y de grandes, como dijo alguna vez María.
Dos capítulos que terminaron igual. Con un te amo en llanto. Con una lágrima que deja una herida en la mejilla. Porque duele. Dolió 15 años atrás. Dolió ahora de nuevo.
A los que les gustan las historias románticas, les cuento de una que esta no es una de esas. Aunque tiene ciertos elementos que se pueden apreciar en las películas melosas, esta no es una historia romántica. Es una historia de como el amor duele. De como el amor es duelo. De como el duelo duele una vez que se hace. Y como la vida continúa mientras no se quiere asumir que hay que hacer ese duelo.
Esta es una historia que se pierde en la historia. Pero que queda en la historia. En algún libro en la biblioteca. O algún relato que se está escribiendo en este momento.
Porque Manuel y María estaban destinados a amarse. Destinados a estar juntos. Pero no para estar juntos para siempre como cuentan los cuentos. Y quizás se reencuentren algún día. Pero por ahora es una historia terminada.
Terminada a los gritos. Con culpas. Compartidas e individuales. Sacando cosas en cara. Escribiendo listas de cosas que se hicieron mal. Cosas que les hicieron mal. Tan mal, que no han vuelto hablar desde que María dijera que “yo cuando corto, corto”. Y se cortó el cordón. O se cortó el lazo. Ese lazo que no pudieron aguantar, porque la distancia terminó por dividirlo en dos.
Manuel no soltó su lazo y se perdió.
Los desayunos en la cama ya no eran una cosa de dos. Los desayunos con un niño en medio de los dos tomándose su leche. Las mañanas destruyendo la pieza tampoco. Las tardes de buzo y polerón viendo tele.  Las noches de orgasmos múltiples y gritos apasionadas ya no estaban. Se acabaron. Se fueron con la noche. Se fueron a negro.
Recordar es difícil cuando no se sabe por qué se está recordando. Si es para doler o para sonreír. O para sanar. Pero generalmente es para doler. Porque la sonrisa ya no es la misma desde que esa memoria era una realidad de todos los días.
Y mientras fumaba un cigarro en el patio, se perdía entre recuerdos y sicopateos (sic) en las redes sociales. En llantos desconsolados. En preguntas sin respuesta. En videos que quedaron grabados en el teléfono.
El que más le gustaba era uno donde le regalaba unos cuadros de Audrey y de Pulp Fiction a María. Le encanta, porque ella no tenía más que un cuadro en la casa y ni siquiera le gustaba el que tenía. Quería llenar de vida su espacio. Quería ponerle su sello. Esta es mi casa y así quiero vivir yo. Esto es lo que quiero ver todos los días. Por eso, cuando recibió esos posters enmarcados, María echó afuera un par de lágrimas mientras no podía contener la risa. Una risa de cabra chica. Una risa incontrolable que contenía una palabra que quería decir hace tiempo, pero no se atrevía. Y le dijo que lo amaba, porque en verdad lo amaba. No por los cuadros, sino porque él sabía perfectamente quién era ella. Y ella sabía perfectamente quién era él.
Y mientras se reían, se amaban. Ahora se lo podían decir miles de veces mientras se encaramaban el uno al otro en la cama. O en el baño, O en la cocina. O en el sofá que terminaron rompiendo de tanto amarse. Era demasiado amor. Tanto en tan poco tiempo. Lo bueno dura poco, piensa hoy Manuel. Era demasiado amor. Es demasiado el olvido. Es muy doloroso el duelo.
Manuel no quería hacer el duelo. O no termina de hacer el duelo. Porque en su cabeza ronda la culpa. Porque los errores más dolorosos los había generado él. Las puñaladas corrieron por cuenta de él. Ella solo lloraba. Ella hacía su duelo, mientras él ni siquiera pensaba en empezarlo.
En una relación, ambas partes son culpables. Pero cuando una tercera figura entra en cuestión, la balanza se carga más hacia un lado. Una tercera figura maligna. De esas que te poseen y te quitan todo lo que tienes. Como lo que tenían María y Manuel. Tan único y puro. Tan honesto y apasionado. Lo que tuvieron hasta que esta figura dañina empezó a disparar en la cabeza de Manuel. Un trago tras otro. Disparos. Disparo. Uno y varios. Después todos los días. Más bien todas las noches que ya no pasaba en la cama con María. En que ya no había un te amo en medio de la noche. En que ya no había abrazos con poca ropa debajo de las sábanas. Y en las mañanas que ya no empezaban de la misma forma.
El trago es un veneno que mata. Si no te mata a ti, mata quién eres. Cada trago es un disparo a la cabeza, a los pies y a las manos. Un disparo certero en el pecho. Un testamento de la muerte de tu vida. O al menos de esa vida. Esa vida que estaba bien hasta que estuvo mal. Ahora es otra vida. Pero esa también es otra historia. Estamos hablando de la vida de María y Manuel. Estamos hablando de ellos juntos. Eternos. Y ahora viviendo sus vidas por separado.  
Manuel perdió el tiempo sin reconocer su derrota. Por no darse cuenta de los autogoles que se hacía a diario. Esa derrota que se fraguaba en una sensación de adormecimiento mental y emocional. El estrés, la ansiedad y una botella son la peor respuesta a las preguntas que no quieres hacerte. Se borra todo. Con el codo. Con una goma. Y lo que estaba escrito quedó en blanco. Y el papel haciéndose cenizas. En un cigarro con pena. En uno que te marea con el humo. O te deja turnio mirando su trayectoria.
Una copa es la muerte de un todo. Pero Manuel no quería morir. O al menos no quería matar esa parte de su historia. Esa parte que era perfecta en sus defectos y virtudes. Pero una copa se lleva todo eso por el lavaplatos. Y no vuelve, porque se va para abajo. Y lo que cae no sube. Y lo que se va, no vuelve. Y lo que se pierde, se pierde.
A veces las cosas se pierden. Así sin más. Se pierden. En un abrir y cerrar de ojos. En cuestión de segundos.
Se pierde el tiempo, haciendo nada o esperando algo. El sentido de las cosas. Un calcetín en medio de la ropa sucia. Un partido de tenis. El control remoto. El control sobre las cosas o sobre ti. Y Manuel, sin duda, perdió el control de sí.
Y con el control se va la conciencia, la razón y el buen juicio. Las ganas de estar en un lugar. O en ninguno. Un billete en un bolsillo de algún pantalón. El respeto de quien no lo quería perder. O ese que era él en su estado más puro. Todo se puede perder. Incluso, lo que no quería perder nunca. Como despertar abrazando lo que amaba con su vida. El amor por su vida.
Y pensaba. Perderse los juegos. Las risas. Las fotos. Los recuerdos. El final de una película o la reunión de Friends. El camino y sus compañeros. Y quizás arrancaron a perderse. O quizás, encontrarán la forma de volver a él. Pero eso Manuel no tiene como saberlo. No tiene el control de la historia y lo sabe. Y sabe que, aunque todo parezca perdido, ahora tiene que empezar por no volver a perderse de nada.
De los micro momentos. De los grandes momentos. De las tardes soleadas. De las noches mirando la ciudad. Del olor de la cocina. Del reflejo en el espejo.
Manuel ya sabía todo eso. Y quizás lo supo en ese entonces. Pero, aunque lo supiera, no lo quiso aceptar. Porque aceptar la realidad es la más difícil de las decisiones. Y la primera, era aceptar que el problema estaba ahí. A la vista de todos. A la vista de María. A la vista ciega de Manuel. Porque aceptar que perdiste, es un triunfo si se quiere. Porque se puede volver a competir. Pero no dejarse perder, es estirar un partido que no tiene vuelta.
Esta es la historia que no es historia. Está escrito en la historia. O en un cuaderno en la repisa. Pero ya no es una historia como tal. Porque María nunca volvió a ver a Manuel. Y Manuel solo veía a María en sus recuerdos. Y en las fotos del teléfono.
Recordaba sus caras. Cómo podía con tanta naturalidad levantar el pómulo derecho para decirte algo. O regalarte una sonrisa inocente para hacer de un chiste algo adorable. O como sus ojos eran los ojos más grandes y abiertos que había visto nunca. O que lo habían mirado a él.
De sus gestos. De como su rostro cambiaba según el switch que tuviera prendido. O ver su obsesión por la limpieza y sentir empatía. Es humana. Es como yo, decía él.  Es como ella es. Y por eso la amaba. Nada de cambios y cosas. Los dos de forma natural. Uno al lado del otro. Estar para cuidarse las espaldas. Llegar por la espalda para acariciar su cintura.
Pero llegó un momento en que ya no la quiso ver más. En que quería cambiarle la cara. Llenar con otros recuerdos los momentos que se vivieron en ese tiempo. No la podía seguir viendo. Porque dolía. Porque duele. Porque la perdió de vista. Porque se perdió a sí mismo.
Ahora ya no la encuentra en su teléfono. Ni en la polaroid del refri. Ni en las fotos. Ni en las cartas. Ni en los cuadernos. Todo eso lo quemó. Como un cigarro, se fueron consumiendo hasta volverse nada. Porque no eran solamente nada. Eran todo. E igual quedaban en alguna parte de su disco duro. Pero al menos no en uno que pudiera seguir mirando fijamente. En uno que se vuelve cada vez más borroso y distante con el tiempo.
Esta historia no tiene reencuentros. Pero se trata de volver a encontrarse.
Manuel se tuvo que ir lejos para eso. Pero nunca se fue. Siempre quiso volver. Pero primero tenía que volver a él. Y quizás lo hizo. O quizás no. Nadie sabe lo que pasa por la mente de un cuerpo deambulante. Nadie tiene la respuesta a las preguntas que se empieza a hacer.
Lo único que sabía es que cuando él volviera, ella ya no iba a estar. Porque siguió adelante y no miró más por el retrovisor. Miró a su hijo y le tomó la mano. Ahora no necesitan que Manuel los acompañe al jardín. Ahora armaron una vida nueva. Una vida en la que él no forma parte. Una nueva historia en la que su nombre no está escrito en ninguna parte.
El duelo es doloroso. Pero hay que hacerlo. Porque en ese duelo se encuentran verdades. Se revelan misterios. Y empieza una búsqueda incesante de sanación.
Hay heridas que no sanan. Eso leía Manuel en una croquera guardada en un cajón. Heridas que simplemente no cicatrizan. Que se abren y sangran. Pero ya no duelen. Y cada vez duelen menos. Poco a poco. Y eso es sanar. Ver la herida y saber que nunca volverá a doler tanto. O del todo.
Manuel sale a la calle y mira a la gente. Se pregunta si sufren. Como sufren. Por qué sufren. Pero nunca lo va a saber. Porque el dolor siempre es interno, aunque las cicatrices estén a la vista. Y todos caminamos por la calle con nuestras heridas abiertas o cicatrices marcadas. Todos caminamos con dolor. O sin. Pero caminamos. Y seguimos adelante.
Y Manuel empezó a caminar. Esta vez, sin María de la mano.
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