
Parece ser que los seres humanos se han quedado sordos. No sé si será a causa de lo fuerte que escuchamos la música a través de esos audífonos gigantes, que más parecen rueditas de bicicleta con soporte que aparatos para percibir mejor los sonidos – como indica la RAE-.
O tal vez sea a causa de que el ruido ambiente ha subido sus decibeles a niveles nunca vistos – o escuchados en este caso – y nos acostumbramos a vivir atrapados entre sonidos indistintos que no nos permiten reconocer más que ondas sonoras molestas que entran por los oídos y nos hacen doler hasta el tuétano.
Quizás sean teorías tontas, es probable, pero alguna tiene que ayudarme a explicar por qué parece ser que nadie escucha con claridad cada una de las frases emitidas por los demás. Porque me llama la atención que ya ni siquiera escuchamos con atención lo que nos dice un otro, sin sentir una impetuosa necesidad de contestarle, sin dejarlo terminar sus argumentos, antes de golpearlos en la cara con los nuestros propios.
Vivimos en tiempos en que todos somos dueños de la verdad, a la vez que no somos dueños de nada más. Porque en un mundo donde hemos transitado un largo camino de lucha por las libertades, somos nosotros mismos quienes nos la coartamos cada vez que tenemos la oportunidad de ganar una discusión. Como si ganar una discusión fuera equivalente a obtener un Nobel de la Palabra o un Oscar a Mejor Argumento en una Discusión. Absurdo por decirlo menos. Si fuera así, claramente sería de los que todavía no tienen el placer de subirse a una tarima a recibir uno de esos.
De un día para otro nos convertimos en jueces sin martillo, abogados de nuestro ego. Nos transformamos en hijos ilegítimos de la verdad; porque nos niega todo el tiempo el derecho a tenerla o hacerla nuestra. Porque no es mía, ni es de otros, y definitivamente no es de nadie. Mientras más tratamos de poseerla, más esquiva nos va a hacer. Porque ella no se quiere someter a la palabrería de una sola versión de los hechos. No es tendenciosa ni partidista, como la gran mayoría de los que abren su boca para ofrecer una declaración no consentida. No votaría ni por A ni por B, mientras exista un abecedario completo de alternativas que le hagan sentido.
Para mi, ganar una discusión tiene tanto valor como ganarse el loto. Puede parecer un premio invaluable, pero no es más que un objeto de la suerte.
Por eso es que hoy en día, muchos callan. Por miedo a que los hagan callar. Por miedo a ser vistos como menos, cuando sus opiniones no tiene sesgos de verdades escritas en otra parte. Cuando su verdad no se ha visto influenciada por algún medio “independiente”, ni por un pseudo-líder de opiniones parcializadas, ni por libros de historia escritos en pasado, ni por la siempre salvadora wikipedia. Su verdad les nace desde el fondo de sus entrañas y debe ser valorada como tal. Como un testimonio del alma, un argumento que no tiene explicaciones racionales ni lógicas ni cuánticas, una apreciación desde la sensibilidad de sus órganos vitales.
Por eso es que esa vieja – y trastocada – frase que dice que no hay opiniones tontas, hay tontos que no opinan, parece absolutamente contraproducente hoy en día. Porque la tendencia muestra que hoy se juzga una opinión bajo estándares creados individualmente sin previa consulta del universo que le compete. Porque hoy en día el partido por la verdad se juega bajo una estrategia Bielsista de someter al rival a como dé lugar.
La verdad puede ser absoluta. Tú verdad no lo es.
En conclusión: antes de hablar, deje hablar a los demás. Antes de someter a alguien con un comentario, cuente ovejitas y después pregúnteles a ellas si su argumento está lo suficientemente correcto como para dárselo de un mazazo a la persona con la que habla. Antes de interrumpir a alguien, recuerde que ese alguien probablemente pensó largamente – mientras se fumaba un cigarro o haciendo del dos en el baño – lo que le está comentando y no hallaba la hora de echarlo pa’ fuera de la forma más correcta posible. Y si tiene la razón, no la tenga. Porque nadie debería querer ganar, lo que no sabe perder.
Ahora sea cortés, ande con cuidado, edúquese lo más que pueda, respete para que lo respeten y que Dios los ampare siempre … y esta vez, no me discuta si Dios existe o no. Eso dejémoslo para el próxima café.